Sundays

Xabier Ribas
Barcelona
1960


Parece ser que vivimos en la sociedad del ocio, pero no del ocio como descanso, sino del “ocio activo” que, según las industrias del sector, es el complemento ideal del trabajo. Así, al que se pasa todo el día en la oficina se le recomienda que practique el paintball, el poenting o el rafting, y al encofrador que se vaya a Port Aventura a ver mundo. Y es que no hacer nada, además de antieconómico, está mal visto y el ocio se convierte, por arte de magia, en un negocio. En consecuencia, se producen áreas para el ocio organizado que se parecen a las áreas organizadas para la producción. La ética y la estética del trabajo se aplican al tiempo de ocio, de tal manera que se pueden llegar a confundir los beneficios y las angustias de uno con las del otro. Con este planteamiento, es difícil que el ocio pueda seguir siendo la terapia del trabajo.

Si paseamos por la periferia de Barcelona una mañana soleada de domingo descubriremos un paisaje curioso. Entre las autopistas y los bloques de viviendas, entre las zonas industriales, los centros comerciales y los complejos deportivos; entre los parques naturales y los parques temáticos, en los límites de toda esta urbanidad contemporánea, encontraremos unos espacios marginales donde la gente recala semanalmente para pasar su tiempo libre. La cuestión es: ¿por qué la gente convierte estos espacios residuales en el centro de sus actividades de ocio dominical?

A finales de los años sesenta se construyó la línea cuatro del metro de Barcelona, que unió el barrio del Poblenou con el centro de la ciudad. En adelante, el viaje se pudo efectuar sin tener que contemplar el escenario ruinoso de las fábricas abandonadas de Nova Icària (ahora Villa Olímpica) ni los hangares polvorientos de las agencias de transporte. El sentimiento general en el barrio era que ya no se tendría que ir a Barcelona, sino que ya se estaba en ella. No recuerdo que esto tuviera demasiado sentido para mí, pero cuando llegó la verbena de San Juan, la hoguera que siempre habíamos hecho en el cruce de la calle Pujadas con Lope de Vega fue prohibida por la guardia urbana desde el mismo año de la inauguración del metro. Así, con la llegada del metro y, en consecuencia, de la propia ciudad, también llegaron las restricciones, algunas de ellas con cierta lógica: las calles de adoquines y de tierra habían sido asfaltadas y, como es sabido, el asfalto se funde con el fuego. Al año siguiente hicimos la hoguera un poco más allá del asfalto y de la ciudad, hacia el barrio de La Mina, en un lugar que llamábamos el Rancho Grande y que, a pesar de su nombre, no era otra cosa que un descampado lleno de desechos y malas hierbas. El escenario no era, sin duda alguna, tan atractivo, pero en cambio permitía el desarrollo de una acción cuando en el lugar anterior había dejado de ser posible.

Lewis Baltz decía que los reductos más salvajes del mundo occidental se encuentran en la periferia de las grandes ciudades (de hecho, la idea de parque natural implica una cierta intervención y una larga lista de prohibiciones). Según Baltz, en los espacios marginales que se encuentran en los límites de lo urbanizado es donde más podemos experimentar la ausencia de orden y de las leyes sociales que lo regulan. Algo similar a lo que Watteau nos evoca en su famosa pintura El embarque para Citerea. En ella el pintor nos ofrece una versión clásica del retorno a la naturaleza, con cariátides y querubines, en un lugar profuso de vegetación y de gestos artificiosos. Es una escena llena de ruidos y acrobacias que representa la transformación del hombre y de la mujer cuando recuperan el paraíso perdido del amor y de la fiesta. Los espacios marginales de las periferias urbanas, como la isla de Citerea de Watteau, son parajes superfluos, en los límites de lo estrictamente necesario, donde se pueden llevar a cabo actividades tan anodinas como pasear, leer o comer al aire libre, simplemente por el placer de la distracción sin intermediarios.

Se puede argumentar que la ocupación de estos espacios responde a una situación desesperada. O, como escribe Albert Camus en El primer hombre, que a los pobres les toca vivir eternamente rodeados de nombres (y espacios) comunes. Sin embargo, visitando las ‘catedrales’ del ocio organizado, como Isla Fantasía, Port Aventura o Montigalà, he encontrado más placidez en los solares adyacentes convertidos en improvisados comedores de domingo que en su interior. Da la impresión que detrás de esta improvisación hay más de voluntad que de accidente. Es posible, entonces, que el interés por estos espacios sea más bien el resultado de la toma de conciencia de que la periferia es un espacio de libertad. O dicho de otro modo, que la libertad solamente puede surgir en un espacio residual y que, por lo tanto, puede dar una imagen desoladora. (texto de Xavier Ribas, 1998)


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